FUNCIÓN PRINCIPAL DEL SANTÍSIMO CRISTO DE LA BUENA MUERTE
– DOMINGO III DE CUARESMA –
Queridos miembros del equipo de gobierno de la Universidad de Sevilla, querido hermano mayor y junta de gobierno de la Pontificia, Patriarcal e Ilustrísima Hermandad y Archicofradía de nazarenos del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y María Santísima de la Angustia, queridos hermanos de esta hermandad, queridos profesores, miembros del PAS, alumnos, fieles, paz y bien.
Como director espiritual he querido comenzar con la fórmula habitual que habríais escuchado en la función solemne del Cristo, aunque soy plenamente consciente de que se trata de una homilía singular por numerosos motivos, a saber, las circunstancias que nos rodean, la efeméride que hoy celebramos en la Hermandad, y la oración que todos juntos debemos elevar al Padre por tantas personas que sufren las consecuencias de esta pandemia y de las otras tantas que trabajan denodadamente por combatirla. Por ello no quería dejar de compartir con vosotros unas palabras como si en la capilla de la Universidad estuviéramos todos juntos celebrando nuestra fe.
Hace apenas dos semanas y media comenzábamos la cuaresma, tiempo de penitencia y conversión, y se nos insistía en vivir este tiempo con plena conciencia de lo que significaba: tiempo de encuentro con el Señor y, bañados por la luz de su misericordia, descubrir aquello que permanecía todavía en la sombra y que no se ajustaba a la voluntad amorosa de Dios; no para regodearnos en nuestro pecado ni minusvalorarnos, sino, más bien al contrario, para corregirlo con la gracia de Dios y seguir creciendo como cristiano coherente y fiel. Como cada año, Cristo en el evangelio nos proponía vivir este tiempo sostenidos en el trípode de la oración, el ayuno y la limosna. De estas tres patas, el ayuno quizá sea el más denostado en la actualidad por considerarlo anacrónico, si bien tratábamos de explicar que se estableció como un gesto de solidaridad con el que no tenía qué comer, que lo que nos ahorrásemos lo diéramos como limosna en obras de caridad, y que lo enfocásemos no como vulgar dieta, sino desde la oración, como gesto de amor al Señor y al prójimo.
Hoy, las circunstancias, nos invitan a profundizar en otra dimensión del ayuno: valorar lo que tenemos. Hoy toca forzosamente ayunar de la Eucaristía, del Cuerpo de Cristo, de encontrarnos cara a cara con el rostro sereno exánime del Señor de la Buena Muerte. Y para muchos puede resultar una ocasión para caer en la cuenta de cuánta paz y calma aporta en su vida esa cita semanal con el Señor, para tomar conciencia de cuántos hermanos nuestros en muchas partes del mundo no pueden acceder a la Eucaristía por falta de sacerdotes y la necesidad de seguir rogando al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (cf. Mt 9,38). La vida es cuestión de prioridades y, si bien para un cristiano la misa es esa prioridad, ya que es consciente de que es fuente y cima de toda la vida cristiana (LG 11), hoy las circunstancias nos imponen el ayuno del alimento que sacia para la vida eterna.
Queridos hermanos, sé que para muchos están siendo unos momentos complicados, nervios, incertidumbre, quizá angustia. Pero, del mismo modo que Jesús ofreció su vida en sacrificio por nosotros, incluso siendo todavía pecadores y no merecerlo (cf. Rom 5,8), vamos a ofrecer este sacrificio por todos los afectados y por todos los sanitarios que luchan por combatir la enfermedad, vamos a completar en nuestra carne los padecimientos de Cristo (cf. Col 1,24). Y lo vamos a hacer tomando como base la Palabra de Dios. Él nunca nos abandona, sino que como Padre bueno nos sostiene y anima en los momentos de pesar. Y hoy las lecturas están rebosantes de fe, esperanza y amor. Por eso, pese a los miedos que podáis sentir, ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón (Sal 94,8) y encontréis el consuelo y la serenidad en la fe que Dios os regaló.
Es curioso, frente al que sostiene que la Palabra de Dios es obsoleta y que nada tiene que decir en la actualidad, hoy es plenamente actual porque nos sentimos como el pueblo de Israel o la samaritana, sedientos de fe. Incluso puede que alguno haya lanzado alguna imprecación al Señor ante la situación que nos ha sobrevenido. Pero Jesús sale a nuestro encuentro por medio de la comunión espiritual, por medio de la certeza en su Palabra que cuando dos o más estén reunidos en su nombre, allí está Él en medio (Mt 18,20). Hoy toca hacer algo que en muchos hogares se había perdido, reunirse para rezar juntos, para hablar de Dios y hablar con Dios unidos. El Señor sabe una vez más sacar bien del mal y quién sabe si con esta situación de confinamiento va a fomentar las relaciones familiares que se habían deteriorado con el paso del tiempo. Porque, como se decía antiguamente, la familia que reza unida, permanece unida.
Jesús salió al encuentro de la samaritana porque tenía sed de su fe, y hoy sale a nuestro encuentro, no lo dudemos, porque tiene sed de nuestra fe. Nosotros, que tantas veces hemos salido a la capilla a encontrarnos con Él en el sagrario y representado en la magnífica talla de la Buena Muerte; hoy es Él quien por medio de la oración en familia y la comunión espiritual entra en nuestro hogar para reunirse en oración con nosotros, para mostrarnos el don de Dios, para regalarnos el surtidor que mana de su costado, una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14). Hoy, que tenemos hambre y sed de Dios, Jesús nos guía y nos anuncia que el hambre espiritual se colma obedeciendo filialmente al Padre, pues su alimento es cumplir la voluntad del que le ha enviado (Jn 4,34), y su sed se sacia con nuestra fe sincera y piedad sencilla. Pero recordad, hermanos, que antes de darle de beber a la mujer, la confronta con su pecado. De ahí que al principio de la misa hagamos el acto de contrición y también que hoy especialmente hagamos examen de conciencia acerca de nuestra vivencia de la fe, la esperanza y el amor.
Precisamente, queridos hermanos, la 2ª lectura nos refiere otro trípode esencial no sólo ya para cuaresma, sino para toda la vida: las tres virtudes teologales. En estos momentos, es fundamental profundizar sobre las mismas para cultivarlas y que den fruto abundante. En primer lugar, toca hablar de la fe; porque la fe nos permitirá, dice san Pablo, estar en paz con Dios. Recuerda que Jesús llama bienaventurado, feliz, al pobre en el espíritu, porque de él es el Reino de los cielos (cf. Mt 5,3). El pobre en el espíritu es el anawin, el que confía plenamente en la voluntad de Dios y en su divina providencia, el que reza el Padrenuestro y profesa con sus labios y su corazón la petición que clama hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. La fe que nos recuerda que nada podrá apartarnos del amor de Dios (Rom 8,31s). La segunda pata del trípode es la esperanza. La esperanza en la que se enrocó la Santísima Virgen y que permitió que, en su Angustia, no cayera en la desesperación ni en la increencia, nos sostiene ahora, porque como recuerda san Pablo: “la esperanza no defrauda” (Rom 5,4). Ahora nuestra esperanza es que unidos, sin encerrarnos en los problemas, ni escondernos en la queja estéril ni en la crítica inútil, saldremos de esta para seguir construyendo el Reino de Dios. Y la última virtud, la mayor de todas (cf. 1Co 13,13) es el amor. Amor que ha sido derramado en nosotros con el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5). Esta mañana en la portada de los principales periódicos aparecía Este virus lo paramos unidos. En su testamento oral, poco antes de los acontecimientos que llevaron a Jesús a colgar muerto en la cruz, tal y como lo representa nuestro Titular, Jesús exhorta a sus discípulos y les encomienda: En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros (Jn 13,35), y más adelante: como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21). El amor que brota del costado de Cristo, que muere enamorado de nosotros, será la mejor forma de superar ahora esta epidemia: amor que nos lleva a vivir responsablemente sin salir innecesariamente, a hacer las compras justas pensando en los demás; amor que nos mueva a encomendar a sanitarios y enfermos; amor que implique que todos trabajemos a una para ayudar a los que son víctimas económicas de esta extraordinaria situación; amor, en definitiva, que nos permita superar todas las diferencias para inspirarnos confianza y certeza en que saldremos de esta.
En muy pocas ocasiones Jesús se reconoce como Mesías. Hoy precisamente lo hace para infundirnos esperanza. Por tanto, queridos hermanos, mantengamos la calma y la serenidad, apoyémonos en las virtudes teologales. ¡Cuántas veces habremos venido a la capilla a encontrarnos con el Señor en busca de consuelo, paz y sosiego! Es verdad que hoy no hemos podido hacerlo, pero estoy convencido de que tenemos alguna estampa con su imagen y, sobre todo, tenemos la fe que nos hace afianzarnos en la certeza de que camina a nuestro lado. Por ello, bien dispuestos, sigamos el ejemplo de la mujer que nos propone el evangelio. Así, al igual que la samaritana, compartamos la luz de la fe, de la esperanza y del amor.
A María Santísima de la Angustia os encomiendo a vosotros y, junto a vosotros, le pedimos su intercesión por todos los afectados por el virus, por todos los difuntos que ha provocado y por aquellas personas que lo combaten.
María Santísima de la Angustia, ruega por nosotros.
PABLO GUIJA
(Director espiritual de Los Estudiantes)
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