Homilía Eucaristía Martes Santo 2013
Isaías 49,1-6; Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15.17; Juan 13,21-33.36-38
Mis queridos hermanos sacerdotes,
estimado Antonio, Rector Magnífico de la Universidad Hispalense, nuestra Universidad,queridos miembros del equipo de gobierno,
querido Antonio, hermano mayor de la Pontificia… y estimados miembros de la Junta de Gobierno,
universitarios, cofrades,
hermanos y hermanas todos en el Señor.
Nuestro nuevo Papa Francesco ha sorprendido al mundo por su sencillez. Los medios se han fijado sobre todo en sus gestos. Sin embargo, quizás no han reparado lo suficiente en sus palabras, preñadas de profundidad evangélica: desde el balcón de San Pietro habló de “fratellanza”, fraternidad universal; la mañana siguiente dijo a los Cardenales que hay que caminar, edificar y confesar; en el primer ángelus, predicando sobre la misericordia, dijo que “Dios no se cansa jamás de perdonar, somos nosotros quienes nos cansamos de pedirle perdón”; y en la Misa Inaugural nos exhortó a custodiar al hermano, custodiar la creación y custodiar al pobre. En esta homilía me gustaría centrarme en una palabra menor —pero con sabor de infinito— que mencionó en dicha Misa. Él nos habló de la ternura de Dios. A ella dedicaré la homilía de este Martes Santo porque, probablemente, la primera impresión que causa en el fiel que contempla por primera vez la imagende nuestro Señor de la Buena Muerte es precisamente una experiencia de ternura inaudita.
Y es que, en verdad, ¡qué experiencia tan maravillosa es la ternura! La palabra “ternura”evocaen nuestra mente las caricias de nuestra madre cuando éramos pequeños, los consuelos de la novia al costalero destrozado, la satisfacción de nuestro padre cuando aprobamos aquel examen, la urgencia del monaguillo que requiere al pavero y otros muchos pequeños actos de amor hacia débiles e indefensos (ancianos, niños, pobres y desamparados). La ternura es esa experiencia —profundamente humana— que siente aquel que se sabe unido al otro, necesitado del otro, descentrado en el otro, feliz solo cuando encuentra la felicidad del otro. Mis queridos hermanos, ¡necesitamos urgentemente de vuestra ternura!
A veces veo por la calle tipos de rostro endurecido, angustiados por mil quehaceres y, en el fondo, radicalmente insatisfechos. Contemplo con pena como hablan sin mirar a los ojos, ensimismados en cientos de historias que deshumanizan y llevan hacia la perdición, no solo a la perdición eterna —terrible destino del individuo egoísta y vacío—, sino a la perdición terrena, aquella del que vive sin encontrar sentido. Escucho con tristeza los desahogosde aquellos que en el secreto del confesionario piden perdón dolorido por tratar a sus semejantes (novios, esposas, hijos,ancianos, compañeros de trabajo) con dureza, agresividad y sin ternura.
Sin embargo, mis queridos hermanos, cuando el Papa dice que nuestro mundo necesita ternura no se refiere a un sentimiento vago y emotivo, una especie de lástima dulzona, siempre pronta a la lágrima vacía. No. Eso no es ternura, es pantomima hipócrita y compasión estéril. Ternura es la actitud firme del que está siempre dispuesto a anteponer el bien del otro al propio, la virtud del que no entretiene su vida con diversiones superficiales, sino que es experto en los valores profundos del perdón, el sacrificio y la escucha, doctor en ponerse cada día en la piel de su prójimo. Por eso, la ternura no es la virtud de los débiles, muy a pesar de Nietzsche. De hecho, gracias a que alguien tuvo ternura gratuita, también Nietzsche fue tratado con compasión en los últimos años de su locura mental.
Alguno podría objetar que la ternura casa poco en esta sede universitaria, santuario de la razón ilustrada. Estimo, muy al contrario, que la razón sin ternura se convierte en imposición, pretensión soberbia de comprender, aprehender, acaparar, dominar. Un ejercicio “tierno” de la razón, una razón que acepte la verdad de la ternura, impulsa a un razonar abierto ala opinión del otro, capaz de dialogar con el que piensa distinto, sin pretender ser más que el otro, sino intentando, junto al hermano universitario, caminar humildemente en pos de la Verdad.
Las lecturas de hoy nos hablan del principio fundamental de la vida según la revelación cristiana: el principio de la ternura divina. En el salmo, el orante decía: “en el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías”. Igualmente, en la primera lectura, el siervo de Isaías ha confesado en primera persona que Dios estaba amándolo desde su origen: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre… y me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso»”. Mi querido hermano, ¡Dios está orgulloso de ti! Aunque seas débil y pecador, aunque creas que eres profundamente egoísta, tú corazón está sembrado de ternura… ¡la ternura de Dios! ¡Ábrete a esa corriente de perdón y ternura! Y en el evangelio, contemplamos la honda imagen del discípulo amado reclinado en el pecho de Jesús. También tú, inquieto buscador de la verdad y el amor, puedes este Jueves Santo reclinar tu pecho sobra su corazón traspasado. En finestoy convencido de que todos vosotros, contemplando a nuestro Señor de la Buena Muerte, habéis sentidoalguna vez, con mayor o menor pálpito, esa experiencia originante de la ternura de Dios.
Pero, seamos honestos, una visión objetiva de la realidad nos enfrenta ante la convicción de que nuestro mundo está también sembrado del reverso oscuro de la ternura: la dureza de corazón. En el evangelio, hemos escuchado —con dolor— la historia de dospersonajes, Judas y Pedro, que traicionan a su mejor amigo en la noche de su última cena. Jesús acaba de agacharse ante ellos. Les ha lavado los pies. Se los ha secado con cuidado y los ha besado con ternura. Sin embargo, el corazón endurecido de los dos amigos no se ha conmovido. Al contrario, Judas se va para entregarlo (por eso dice el evangelista de forma tremenda: “Era de noche”) y Pedro pronuncia una bravata soberbia y fuera de lugar (“Daré mi vida por ti”) que será desestimada unas horas después cuando lo negará por tres veces.
Así de endurecidos somos, mis queridos amigos, también nosotros. En el interior de cada uno hay un Judas traidor y un Pedro mentiroso. ¡Cuánto dolor el del Señor al ver nuestros pecados! A nuestro Señor de la Buena Muerte le duele profundamente nuestras envidias y críticas. Tengo la certeza de ello. Es dolor lo que le causamos cuando nos olvidamos del hermano desesperado porque no llega a fin de mes, o que se encuentra impotente ante los problemas de su familia. ¡Dios nos pedirá cuentas de este dolor! A Cristo también le duelen nuestras hipocresías y superficialidades, nuestros olvidos y tibiezas. ¿Acaso no buscarán algunos placer y desenfreno en las playas tras dos o tres días de piedad hipócrita, cuando, como cristiano, debería acompañar a Cristo en el dolor de su cruz y en la alegría de su resurrección, celebrando los oficios del Triduo Sacro? Piensa el Señor, meditativo, en su cruz “¿Por qué tiene que sufrir tanto, tanto, tanto… el que vive a vuestro lado?”. ¿Acaso queremos añadirle dolor a su dolor? Hermanos, dejemos que Dios extirpe nuestro corazón de piedra y supliquemos de Él un corazón de carne, un corazón tierno que responda con ternura al hermano, porque se sabe originaria y realmente amado por la ternura de Dios.
Queridos hermanos, hijos e hijas de la ternura divina, es Martes Santo y nuestra hermandad hará penitencia para preparar la celebración del Triduo Sacro, el Jueves de la Última Cena, el Viernes de la Cruz y la gran Noche de la Resurrección. Ya en la calle —ya en nuestra capilla por mor de esta infausta lluvia— dejemos que Cristo colme nuestro corazón de su ternura. Pongámonos a tiro, con la confesión, la oración y el sacrificio, para que Él, Señor de la vida tierna y la Muerte Buena, nos conquiste para su Reino.
Que la Virgen de la Angustia, quintaesencia de ternura, oriente nuestros pasos hacia la verdad y el amor. Que así sea.
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